El olor de los 150.000 muertos

18 de febrero de 2010, escrito por Sin comentarios

La noche que Yuri, el bombero ruso, sacó a aquella muchacha de 15 años de entre los escombros de su casa derrumbada, un fotógrafo español y un camarógrafo de una televisión francesa estaban allí para atestiguar que, cinco días después del terremoto, aún seguía existiendo alguna esperanza de vida en Puerto Príncipe.

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Sus cámaras recogieron la cara de susto de la muchacha, su camisa amarilla manchada de tierra, la forma en que revivió cuando el bombero Yuri le fue regalando sorbitos de agua y palabras de cariño musitadas en ruso. Lo que nadie a miles de kilómetros pudo percibir en la foto del diario o ante el noticiero del día siguiente fue el olor. Aquella muchacha de 15 años no olía a vida ni a resurrección ni a esperanza ni a ninguna de esas palabras que no huelen a nada. Ni tampoco a orines ni a vómito ni a sudor, que sí huelen y por eso no son muy apropiadas para el telediario de las tres. Simplemente, aquella muchacha olía a muerte. Olía igual que su madre o su hermana o su vecino que, allá abajo, no habían sido capaces de esperar con vida a Yuri ni a ningún otro y se habían ido muriendo junto a la muchacha, contagiándola de su olor dulzón. De su insoportable, definitivo y nada poético olor a muerte.

Sólo unas horas después del terremoto, Puerto Príncipe olía a polvo. El polvo de una ciudad convertida en escombros. Incluso una semana después, una capa blanquecina que a través de la televisión alguien podría haber confundido con bruma seguía envolviendo la ciudad, otorgándole un aspecto fantasmal, dificultando la respiración. Luego, como si de una guerra se tratase, ese olor fue derrotado por otro mejor armado, con un poder de intimidación mucho mayor. A veces, el olor de la muerte llegaba por sorpresa, al doblar una esquina. Podía tratarse de un recordatorio de la muerte que los edificios seguían encerrando, o el anuncio de que uno o varios cadáveres permanecían abandonados en una esquina cercana, rígidos e hinchados, tapados apenas con una sábana sucia.
A veces el olor llegaba bañado en llanto. El de un padre que, con dos ramitas de hierbabuena metidas en la nariz, imploraba para que le dejaran entrar al cementerio, ya rebosante de cadáveres, y dar sepultura a su hijo muerto. Cuando el olor de la muerte se aliaba con el sonido inconsolable de la pena de un padre o con el llanto de un niño al que amputaban un brazo sin anestesia, una angustia y una rabia mucho más espesas que el polvo -¿dónde diablos estaba la ayuda?, ¿a qué esperaban para desembarcar las medicinas?- lo embargaba todo. Ocho o nueve días después del terremoto, el olor de la muerte fue retirándose de las calles de Puerto Príncipe. Lechugas muy verdes y tomates muy rojos fueron apareciendo como señal de que la vida volvía a fluir. Pero, de nuevo, faltaba el olor. Los haitianos, que unos días antes se tapaban la nariz para conjurar el hedor de los cadáveres, ahora iban y venían por el mercado cercano al puerto -una ciénaga inmunda- como si pasearan por un jardín. Tal vez porque el olor de la muerte llegó a Haití un martes de enero a las cinco de la tarde, y el de la miseria lo hizo hace mucho tiempo. Y se quedó para siempre.

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